El señor Calcetines era un gato
casero que de vez en cuando salía a golfear con las gatas de la calle (a
arrimar la cebolleta, y esas cosas qué hacen los animalitos cuando se han
restregado por los dueños y ronroneado incontables veces)
Era de estatura normal, blanco y negro,
y vete tú a saber la edad qué tenía…
aunque no era muy joven ni muy viejo; ¿qué coño importa eso ahora?
El caso es qué un día se puso
demasiado pesado y no paraba de maullar y, claro, la muy puta de la Milagritos (qué
así era como se llamaba la dueña) lo echó a la calle. Nuestro felino amigo,
pensando que esa sería su última noche en esa casa, salió a pegar un garbeo por
la gran ciudad. Allá le dio un buen
remeneo a Nora, una gata callejera naranja qué volvía tarumbas a los mininos de ese barrio y alrededores – pero
hoy era el turno de El señor Calcetines, ya que le habían echado de su hogar,
pues… que te le quitaran lo bailado, ¿no?, o al menos eso era lo qué pensaba.
Tras acabar de montar a Nora el
micifuz siguió recorriendo la ciudad como si ésta dependiera de él. Sólo
encontraba borrachos, peña de su misma especie yendo de un lado a otro, y algún
que otro roedor que se le escapaba,
debido a las horas que llevaba fuera de casa.
Al llegar a la reja de una
alcantarilla, nuestro estimado Señor Calcetines vio algo que hizo que se le
salieran los ojos de las cuencas y pegara brincos como si hubiera ganado la
lotería… era lo que andaba buscando: una sardina; resumiendo, algo que llevarse
a la boca.
El pez tenía esos espasmos que
les da cuando los sacas de su hábitat, aunque al Señor Calcetines le importaba
una mierda (para él sólo significaba alimento), así que como el que no quiere
la cosa, se la zampó en un segundo, segundo que llevaría a que el gatito se
desplomara y agitara como la sardina que acababa de tragarse, y a que le
saliera chorreando de la nariz y del ojal mercurio, plateado, y espeso, muy
espeso… digamos que el señor calcetines estiró la pata para ponérselos .
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