Edu era todo un fanático de la serie “El Gran Héroe Americano”.
Se chupaba todos los capítulos. Los grababa en vídeo, sin
dejarse uno solo.
Tenía la camiseta, las tazas, las revistas en las que
aparecía, pósters, un reloj, y un largo etcétera de parafernalia relacionada
con él; incluso tenía el pelo medianamente rizado y era flacucho, como él.
Llegó su cumple, y, por supuesto, pidió algo de lo que aún
no tenía de su héroe favorito: el disfraz. Aquel día fue el más feliz de toda
su vida… nada más desenvolverlo, pegó botes de alegría, como si tuviera entre
sus manos la mayor reliquia del mundo.
Entonces, se fue a su cuarto y, aunque le costó unos diez
minutos (ya que de la emoción no atinaba a ponérselo), salió de su cuarto más
extasiado de lo que entró, y salió como si le hubiera picado una mosca en el
pompis hacia el algarrobo de cuatro metros que había enfrente de su casa, y lo
trepó como un mono a toda pastilla.
Cuando llegó a la copa, alzó los brazos hacia arriba en
posición de volar... y voló. Y el piño que se metió fue tan grande que acabó
con dos costillas rotas, el escafoides hecho añicos… por no hablar de las
piernas y la brecha de la cabeza.
Total, que nuestro amigo Edu pasó en “cero coma” de ser El
Gran Héroe Americano a El Gran Héroe Apardalado, paradojas de la vida.
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