Consuelo era una viuda, ya anciana, que vivía sola en su
pisito, y que recibía alguna visita puntual de sus hijos.
Su vida era arreglar la casa, ver la tele todo el día, bajar
a la calle a hablar con la gente de su barrio, ver en la tele programas de
cotilleo, y hacerle blondas al loro que le regaló para las bodas de oro su
difunto marido; el cual de vez en cuando soltaba perlas como: “callaos ya”, ”borracho”,
y otras soeces que iba oyendo de los visitantes de su ama, la cual siempre le
ponía esos vestiditos ridículos que el odiaba a morir, y le alimentaba con
chocolate, que le duraba la eternidad.
Un buen día, el animalito pensó que ya era hora de espabilar
y hacer algo para cambiar ese modo de vida que tantos años llevaba soportando,
e ideo un plan para escapar de esa horrible tortura rutinaria: sólo era
cuestión de tiempo.
Cosas del destino,
hoy tocaba darle de comer al lorito, y cambiarle la blonda que la viejecita tejió
con todo su amor y esfuerzo, además de ponerle su ración de chocolate. En
cuanto su amita abrió para ponerle el trapo y el rancho, el pájaro le metió tal
mordisco que a la mujer de la rabia cerró la jaula de golpe, cogió una vara y
le sacudió hasta que vio que no daba señales de vida. Acto seguido, lo saco de
la jaula y le atestó golpes entre gruñidos ahogados y sonidos de
articulaciones, huesos y cartílagos rotos, hasta dejarlo hecho un colador.
Luego lo despellejó, separó la casquería y horneó la carne
con una salsa de chocolate (del que lo alimentaba) con un toque de pimienta.
Hoy toca loro al cacao con un toque picante.