Empapé el trapo con el líquido limpiacristales, y empecé a frotar las ventanas siguiendo su mano, como si fuera un mimo: imitando cada movimiento, cruzando nuestras miradas, intercambiando pensamientos, sin que nadie entendiera lo que rondaba por nuestras cabezas en ese instante.
Mano arriba, mano abajo, haciendo eses, derecha, izquierda… todo llegaba al mismo punto y cada vez nos mirábamos con más ternura que al principio, reflejándose a través de los gestos y las maniobras; reflejando lo que uno sentía por el otro desde hacía tiempo, y que, a través del cristal, se iba manifestando como por arte de magia… como si el destino hubiera querido esa ocasión para nosotros.
Le dimos el último repaso, y cuando quedó bien limpio, abrimos la ventana del balcón. Nos quedamos quietos por un momento, esperando a que cada cual diera el primer pasó. Y nos dimos un abrazo tan fuerte y sincero que nos dejó sin aliento: nos habíamos encontrado al fin.